Siempre hay algo que perder
A menudo culpamos a otros de lo que nos pasa. Es una manera fácil, aunque cutre, de desplumarnos de aquello que nos atañe. Podríamos pasar la vida quejándonos por las cosas terribles que hicieron otros, buscando a quienes culpar de nuestro malestar. Posiblemente, eso lo hemos hecho toda la vida y no nos llevó a ninguna parte.
La única pregunta verdaderamente importante es: ¿dónde estaba yo en todo esto? ¿Cómo abrí la puerta para participar de lo que me sucedió, aunque solo fuese de una remota manera? Siempre hay algo que nos corresponde, y a menudo, suele ser la clave para salir de donde estamos.
Las cuestiones que más nos inquietan, aquellas de las que no podemos desprendernos, son en realidad aquellas en las que desempeñamos un secreto papel que no estamos dispuestos a reconocer. Por eso el dolor dura, porque nos negamos a reconocer su fuente.
Es más difícil preguntarnos: ¿cómo me metí yo en esto? ¿Cuál es la responsabilidad con la que me evito encontrar a través de la queja?… y más cuando estoy absolutamente convencido de mi inocencia en algo. Cuanto más “absolutamente convencido”, más necesario es el cuestionamiento.
Preguntarse por uno mismo, más allá del otro, cambia el rumbo de las cosas, pues en ese acto dejo de situarme del costado de la víctima para internarme en el camino de las responsabilidades que escaqueo. No se trata de absolver al otro de su responsabilidad, sino de que cada cual cargue con lo propio.
La libertad tiene un precio. Siempre hay algo que perder. Si nos negamos a ello permanecemos siempre en el mismo lugar.
Perder