
El mal de los infelices
Por Carlos García.
Freud nos advirtió de que el sufrimiento subjetivo y la insatisfacción surgen por efecto de la distancia que existe entre el ideal al que aspiramos y la realidad que nos anuncia lo que no es posible. Sin embargo, no es cosa fácil aceptar el agujero de la falta, de manera que colocamos velos que nos defienden ilusoriamente al precio de quedar ciegos. Edipo mismo sacó sus ojos cuando quedó frente a la verdad del incesto.
No hay manera de reducir esa brecha, de suturar esa falta que es la vida misma abriéndose camino y arrasando los guiones con los que tratamos de apresarla.
La relación con el otro nos aboca siempre a ese abismo de la contingencia constante y la falta de estabilidad. El otro nos duele porque es imprevisible, porque el encuentro siempre está abocado a lo fallido, ya que el semejante nunca responde responde allí donde es esperado. Es, en éste sentido, que la relación es imposible.
Imposible porque pedimos al otro lo que no puede darnos, porque esperamos que llene nuestros huecos, complete nuestras faltas y cure nuestras heridas. Heridas que no son otras que las de la infancia, plagadas de pérdidas, esperanzas vanas, celos a quemarropa y amores caducos que tratamos de reeditar constantemente a través del otro en cada presente. Un otro nuevo cada vez, que portador de los rasgos precisos, pasa a ocupar viejos lugares y a reeditar viejas historias en las que quedará atrapado.
“No te interesa lo mío”, le dice R a su pareja, aunque ella no para de mostrar lo contrario. Sin embargo, lo nuevo no tiene lugar en el empeño por la vieja letanía, ya que en realidad, no es ella el sujeto del mensaje, que suena a un tinte materno.
Las propias pulsiones terminarán por empujar al otro contra las cuerdas, obligándole a colocarse como nuevo objeto de repetición de la misma historia, aunque se piense nueva cada vez. Se buscarán argumentos para justificar lo repetido, para reprochar al otro lo de siempre (y siempre habrá motivos), sin reparar en que esos significantes surgen de la propia carne, y empujan desde dentro, colocando la escena en el mismo lugar y con el mismo final frustrante.
El mal de los infelices tiene que ver con la repetición, con la imposibilidad de dejar de hacer aquello que ya no sirve y nos empuja hacia el malestar por la vía del goce.
Ese empuje no es otra cosa que la pulsión, que como marca de la relación con el otro, sigue insistiendo en su empeño en satisfacerse por los mismos desfiladeros, siempre salvajes, sin tener en cuenta al otro más que como objeto para construir la misma jugada.
Es ahí donde suceden los agarres y tirones, las demandas imposibles y sufrimientos desgarradores, los forzamientos, los empeños y otras formas de relación que terminan en el drama. Campo del goce donde la pulsión se empeña en lo imposible, donde el ayer se funde en el presente y nos lleva a al “sin salida” de la angustia.
A las consultas llegan sujetos extraviados en el amor, padeciendo por amar demasiado, por no saber lo que es amar, por encontrarse repetidamente con el fracaso o no ser correspondidos. Llegan parejas deterioradas por la pelea, por los empeños en aquello que es imposible, de espaldas el uno al otro por no poder hacerle sitio a lo que en el otro se rebela como diferente.
Una vez acabado el “tiempo de los príncipes”, donde se empañan por un momento las miradas para ver en el otro solo aquello que queremos ver, este se revela en su cara siniestra, esa que tanto nos duele: su alteridad. Entonces, sufrimos porque el otro no es como yo pensaba, porque no me da lo que necesito o porque creo no ser lo suficiente, etc.
Como consecuencia a ese amor que se sostiene sobre la aspiración a la completud, sobre el afán unificador, el espejismo de la media naranja y el zapato de cristal, es decir, sobre la idealización del amor, nos encontramos con la cara siniestra de la violencia a quemarropa, de las discusiones constantes, de los reproches, amenazas, sufrimientos y los enganches sin fin.
Se trata de una dificultad del sujeto por asumir que el otro no es propio, que no se desea lo mismo y que no se es objeto exclusivo del deseo del otro… todos patrones propios de una manera infantil del vínculo, donde el sujeto que no soporta la falta y la diferencia, reacciona por la fuerza tratando de someter la alteridad.
No es algo muy diferente la posición de la víctima, que se borra como sujeto de la ecuación con tal de mantener al amo y seguir en su propio empeño del siempre ilusorio cambio del otro. Aunque siempre es más fácil declinarse por la víctima, en realidad, dos caras del mismo espejismo que consiste en una ceguera por aspirar a alguna forma de completud.
Hay algo hay algo fugitivo en el amor, que se escapa nada más creer que se lo tiene, de tal manera que quien por un momento creyó sentir su roce, en seguida sufre de la sombra de la pérdida y necesita constantes muestras de renovación (porque en realidad sabe que nunca lo tuvo, al menos de la manera que lo pretendía). Es esa idea de amor que se aferra a creer que es posible el “yo para tí y tú para mí”, el que crea la ficción por la que padecemos: sufrimos, porque nos agarramos, porque no queremos perder.
En el fondo, el amor esconde en su seno un filo que hiere de muerte, ya que está sujeto a una imposibilidad, el hecho de que no hay forma de armonizar, de hacer coincidir el goce de cada cual. Podemos llegar a momentos de calma, de aparente entendimiento, de descanso, de atisbar un encuentro posible o un rellano de comodidad, pero tarde o temprano volvemos a encontrarnos con la incómoda presencia de un deseo del otro que no coincide con lo esperado.
Esta imposibilidad es la que el amor en su vertiente imaginaria trata de enmascarar, creando una ficción que nos empeñamos en sostener con esfuerzo y sacrificio. El encuentro entonces es una sucia mescolanza de fantasmas que tratan de velar esa imposibilidad, que la recubren y nos permite funcionar con ella, a costa a veces de mucho sufrimiento. Por ello Philippe Soler dice que el amor es imposible, que no existe, que se trata de un momento donde se suspende la imposibilidad, de un momento de chispa que renueva la ficción de que es posible ser uno. Pero somos dos, y es mejor que así sea.
Ese amor que niega la diferencia, que se empeña en lo redondo, en el tenerlo todo, en no ver los agujeros propios y los del otro, es en realidad, la muerte del amor. Porque del encanto se pasa a la violencia, del encuentro al desaire y lo que fue pasión se torna furia. Cuando lo diferente no es tolerado, cuando no se entiende que “no es no”, cuando no se tienen recursos para poder sostener la diferencia, el encuentro pasa lamentablemente al terreno de lo violento, porque el deseo de unión y unidad, de posesividad y celo pretenden negar lo distinto y no toleran la diversidad.
La violencia de género es uno de esos extremos donde el amor y el deseo se envilecen, donde la falta de recursos para manejarse con esa imposibilidad que está en el corazón del amor desemboca en la agresión. Pero no hace falta hablar del género para que exista violencia, pues lo cotidiano está lleno de ejemplos de cómo cuando el otro no es quien yo quiero o no me da lo que yo espero, reaccionamos negando, empeñándonos en que el otro cambie, obligando, coaccionando, manipulando y agrediendo.
Pero si una forma de respuesta ante la imposibilidad de la relación es la violencia y el empeño en hacer al otro a imagen y semejanza, otra es la ruptura con el otro, el aislamiento y la búsqueda de satisfacción de espaldas al vínculo. Satisfacciones autoeróticas donde la alteridad está borrada de escena para evitar el contacto con esa falta que anida en el fondo de la relación. Es ahí donde encontramos la coartada de los objetos que intentan taponar la falta, y generar la ilusión de que podemos estar completos.
Máxime en éstos tiempos en los que el otro de la cultura nos dice que podemos ser felices a tiempo completo y nos ofrece una gama de objetos que lo prometen al tiempo que desilusionan cada vez. En ésta sociedad capitalista donde nos venden que hay objetos para todo, se abreva constantemente el espejismo de que se puede tener “todo en todo momento”. Todas esas satisfacciones a la venta no permiten sin embargo, estar contentos con uno mismo. El consumo sin freno no sirve, y por más que vaguemos por los vertederos de la adquisición constante, uno nunca encontrará la paz. La sombra de la insatisfacción es larga e insiste tras cada pequeña satisfacción en declararse de nuevo. Obligados a gozar siempre con lo que se nos ofrece, estamos encadenados a un empuje imparable que nos lleva a ganar más, a gozar más, a producir más, a consumir más… despeñándonos en las voraces fauces del capitalismo y la insatisfacción constante.
Perdonadme que me haya alejado del tema, pero la pasión lleva a veces al paroxismo.
En realidad, no he ido muy lejos en ésta disgresión, pues se trata de cómo los sujetos llegamos a la locura con tal de tapar un agujero que no se puede tapar.
Aquí tendríamos el paradigma de las adicciones, que de espaldas al otro, se relacionan pretendidamente con la sustancia como objeto infalible, pero se encuentran de nuevo con el fallido, con el bajón de cada vez que les empuja a un nuevo llenado en un círculo sin fin. Ninguno de estos goces podrán suplir lo más íntimo del sujeto, porque lo que se niega es la brecha misma.
Freud nos habló de la lucha constante entre una ilusión de unidad yoica y los envites destructivos de la pulsión. ¿Quién ganará la batalla, eros o tánatos?
La incompletud y el afán unificador nos llevarán siempre a la búsqueda fallida del objeto perdido. Y aunque lo perdido ya no puede ser, insistimos hasta la muerte.
El amor se sostiene por lo tanto sobre una imposibilidad y será en ese vértice de lo insoportable, que cada sujeto intentará bordear lo indecible, inventando una solución para poder seguir encontrándose con el otro, o para no encontrárse, si eso promete mantenerlo al margen de la angustia que produce la posibilidad de la pérdida.
Las marcas de nuestra historia condicionan la solución que hemos podido elaborar ante lo imposible del amor. Se trata de soluciones que permanecen ajenas a nosotros mismos, dramas que se construyeron ante el encuentro con una diferencia imposible de erradicar: El otro no es yo.
Nos encontramos por un lado con una falta que no se termina nunca de taponar y con un plus de goce que lo intenta hasta la extenuación, pero siempre sin éxito. Cada cual con su propio relato, tratando de anudar la falta y el plus, el defecto y el exceso, intentando dar cerco a esa imposibilidad.
En el relato del desarrollo de las vidas de los pacientes y sus condiciones de amor, descubrimos constantemente esas marcas de vida, imperativos incorporados pero no asimilados, huellas del otro que han sido tragadas sin digerir y funcionan como motores silenciosos que nos empujan sin resuello y nos estrellan contra el otro. Éstas marcas íntimas, producidas en el encuentro de cada uno con el drama de la sexualidad (que apunta a la diferencia y a la pérdida irremediablemente), que condicionan las elecciones inconscientes y hacen que los sujetos estén perdidos, siguiendo un norte que no es propio, como la brújula se comporta en presencia del hierro.
A las consultas llegan sujetos extraviados en el amor, padeciendo por amar “demasiado”, por “no saber lo que es amar”, por encontrarse repetidamente con el fracaso o la no correspondencia. Llegan parejas deterioradas por la pelea, por los empeños en aquello que es imposible, de espaldas el uno al otro por no poder hacerle sitio a lo que en el otro se rebela como diferente.
Decíamos al principio que el malestar se produce por la diferencia que existe entre el ideal y la realidad.
El ideal de amor, como hecho de la cultura de cada época, tiene forma propia y se nos impone como un imperativo a seguir, de manera que si no tenemos eso que se supone que hemos de tener, entonces no conocemos lo que es el amor.
La prescripción social donde a cada tiempo toca una cosa, es caduca pero marca a los sujetos más allá de lo previsto, desorientándolos sobre lo que verdaderamente causa su deseo.
Personas que sufren porque no han podido conseguir determinadas cosas que estaban en su expectativa u otros que siguiendo el guión se sienten insatisfechos, tristes o desganados. En definitiva, alienados a unos ideales anacrónicos, nos hemos alejado de lo más propio de nosotros, sufriendo un íntimo desgarro.
La alienación al modelo social deja a los sujetos en un desconocimiento que tiene como expresión, primero el malestar, más tarde la insatisfacción y finalmente el síntoma. Ningún ideal puede recoger nuestro deseo genuino y nuestra forma particular de encontrar la satisfacción. Es ahí donde el psicoanálisis pretende ayudar a los sujetos a encontrar una vía frente a ese sufrimiento derivado de la distancia entre lo propio y el camino que se nos quiere hacer transitar.
Cuando los sujetos pueden desembarazarse de las silenciosas tiranías de los modelos imperantes, se abre la posibilidad de una satisfacción inédita, la propia. Cuando un sujeto va sabiendo de las propias palabras que lo han afectado y marcado, condicionando su forma de amar, de gozar y de vivir, estará en mejores condiciones de elegir.
A través del recorrido de un análisis, nos vamos encontrando con las marcas propias de nuestra vida, que en realidad hunden sus raíces en decires del otro… decires que fueron invadiendo la carne y dando consistencia al sujeto para convertirlo en quien es, pero también para encadenarlo.
Y sin embargo, ¡cuantas formas de amor caduco encontramos en los vínculos!. ¡Cuantos restos naufragados de relaciones pretéritas con esos otros que vertebraron nuestras vidas siguen funcionando de incógnito como códigos secretos por debajo de la piel! Pulsiones silenciosas que insisten en su cerco y que en el intento de alcanzar la ilusión de plenitud nos dejan cada vez más vacíos, anoréxicos de nosotros mismos, perdiendo la vida por los sumideros del goce.
Un goce que se oculta tras la coartada del otro, con el que siempre hay pelea, y siempre hay excusa. Ese otro siempre cambia y sin embargo queda la misma canción, aquella cuya melodía cuenta algo acerca de lo irreconocido de uno mismo que de incógnito no para de empujar. Y así, ciegos por no querer saber de la pérdida, quedamos perdidos en el mar de los infelices donde los agarrones, los empeños y las ilusiones de trastienda se renuevan en cada nueva historia, detrás de cada rostro. Detrás de cada variación, vuelve implacable la misma melodía, la de siempre, la que habla del anhelo de los niños infelices, de los amores frustrados o de aquelos que tuvieron demasiado, de las esperanzas vanas y las ilusiones desesperadas, de la escasez de palabras, y el exceso de fantasmas. Los intentos por salir del pozo de la repetición resbalan una y otra vez cuando nos empeñamos en que sea el otro el que cambie, en agarrarle, en adecuarle a lo esperado, en no perderle, en no peder. Todo para no afrontar la soledad de la pérdida, el único lugar desde el que puede nacer algo nuevo.
Todo amor comienza con una decepción.
Así que frente a enganche imaginario al que a veces llamamos amor, que niega las diferencias y se empeña en ser ciego, existe la esperanza de otro tipo de amor que se sostiene en la pura falta y no pretende encubrirla. Un amor vulnerable, desnudo, sabedor de lo frágil de la vida, consciente de lo inermes que son las promesas de seguridad.
Se trata de un amor que nos conecta con la imposibilidad, que se sostiene en la inconsistencia, en la falta de garantías. Un amor que vive en la grieta y admite la posibilidad de un fin. Un amor que no muere en la tiranía del ideal y sus cerrados contornos. El amor que renuncia al agarre, a la exclusividad, a la igualdad y rompe una lanza por sostenerse en la pura falta. No hay más certeza que la incertidumbre, decía Wagensberg, y de eso saben los amantes, que necesitan poner palabras constantemente para aplacar la angustia que la certeza de una marcha posible les cierne. Porque el amor nunca encuentra una fórmula infalible y lo de ayer ya no existe, nunca puede parar de escribirse. Por eso, las palabras es el único don que permite a los amantes anudar algo en ese abismo que les separa de forma ineludible.

