El arte de cuidar – se…
Desde que recuerdo, mis abuelos estuvieron en casa. Viví y sufrí el cuidado abnegado de mis padres, siendo testigo tanto de los gestos amorosos como de las miradas cargadas de reproches o quejas a media voz. No conocí otra cosa.
Me preguntaba cada año por qué no salíamos de vacaciones o cómo era qué mis padres sólo se separaban de casa en contadas ocasiones. Sólo con el tiempo he podido ver que en realidad elegían allí donde podría haber sido otra cosa.
Cuidar al otro es un acto de amor, sin duda, pero el amor no puede sostenerse durante mucho tiempo sin límites, porque en el olvido de lo propio no se puede sostener. La locura de abandonarse para entregarse al otro alimenta esperanzas que no se cumplen, rencores que se enquistan y sueños que palidecen. En todo ésto… ¿dónde queda el amor?
El tiempo me ha llevado a plantearme que es necesario hacerse cargo de aquellos que no pueden valerse por sí mismos, pero también que sólo podemos hacerlo si encontramos una posición desde la que el sacrificio no llegue a amargarnos la vida. Podríamos pensar que no siempre es posible, que a veces «hay lo que hay» y no podemos elegir aquello que nos viene dado… pero no es verdad, siempre hay algo en lo que podamos decidir, siempre hay un índice de elección sobre las cosas que marca la diferencia entre el sometimiento y la voluntad. Esa elección siempre pasa por una renuncia, claro está… por renunciar a algo para ganar en otro algo. Ahí está la dificultad.
Mis padres no supieron gestionar sus ideales y en eso, los hijos siempre salen perdiendo.
Es por eso que mantengo ésta especie de deuda, esta especie de empeño por transmitir algo tan obvio como olvidado, que el amor sólo puede sostenerse, que el cuidado sólo es posible cuando se asienta en el límite de la propia posibilidad, o dicho de otra forma, cuando uno se cuida a sí mismo.
Cuidar – se