La adicción y sus disfraces.
Por Carlos García Requena. Enfermero y psicólogo. Psicodramatista. Formado en gestalt, análisis bioenergético y psicoanálisis. Máster en adicciones.
Acostumbrados estamos a escuchar cómo en adicciones se diagnostica a los sujetos por la droga que consumen, como si ese fuera su verdadero mal. Los mismos adictos se presentan utilizando éste mismo etiquetaje que embala y esconde todo lo demás del sujeto. “Yo soy cocainómano”. “Yo soy ludópata”. Tras éstas etiquetas hay un “borramiento” del sujeto y un disimulo de lo que realmente aqueja al mismo. Esta forma de pensar la adicción implica algo así como que la sombra de la sustancia cae sobre el sujeto y le atrapa, pero los que trabajamos en adicciones sabemos que esto no es del todo así.
No negaremos que una vez que la dinámica adictiva se ha instaurado, el efecto químico de la sustancia y su deprivación tienen un peso: la tolerancia, el síndrome de abstinencia, el poder del hábito en sí y el ritual, hacen que la sustancia produzca un efecto de enganche en sí mima. Sin embargo, esto no es suficiente.
Para poder entender cómo un sujeto queda preso de las sustancias, tenemos que alejarnos un poco de la química para adentrarnos en la historia del sujeto y sus avatares. Contemplar por un momento cómo se ha ido configurando el sistema psíquico de cada individuo para terminar cayendo preso. ¿Es la sustancia la que proyecta su sombra sobre el sujeto o es la sombra carencial del sujeto la que es proyectada sobre la sustancia? Quizás un poco de las dos cosas.
Si como ya hemos dicho antes, la sustancia tiene en sí misma cierto potencial adictógeno, es el sujeto el que lleva consigo mismo los asideros donde la sustancia queda enganchada (asideros psíquicos, por supuesto). Las carencias, las insatisfacciones, los síntomas, los conflictos y, en general, aquellos aspectos que contribuyen al malvivir del sujeto, hacen a éste predisponente a recurrir a sustancias como manera de calmarse. La tendencia a recurrir a sustancias o a cualquier tipo de objeto externo como manera de calmar los estados internos no se adquiere de la noche a la mañana, es un modelo de respuesta y una tendencia que se fragua a lo largo de la vida debido a que el sujeto no ha desarrollado los recursos internos suficientes para afrontar las dificultades de la vida.
Desde éste otro punto de vista, cobra peso la concepción de una predisposición psíquica para la adicción y desde ahí, parece claro que la sombra del sujeto cae sobre la sustancia, pero… ¿qué sustancia?
Tampoco negaremos que cada adicto prefiere unas sustancias y no otras, y que no todas ellas pueden calmar el malestar que cada uno siente o darle lo que cree necesitar. A lo largo del tiempo, el adicto ha ido creando ciertas preferencias en función de lo que espera obtener de cada una de ellas. Por ejemplo: un sujeto adicto a la cocaína dice, “a mí me gusta porque puedo trabajar más horas, rendir mejor o hacer ciertas cosas que no puedo hacer sin ella”; mientras, otro dice: “Me siento más seguro y valiente cuando la tomo porque me permite relacionarme de forma más fluida con los demás”. Aquello particular para lo que cada cual utiliza la sustancia parece diferente, pero en el fondo, parece que el “ser más” es un factor común. Si el sujeto necesita ser más… ¿de dónde viene entonces?… ¿de sentirse menos?… Cree que con la sustancia tiene lo que le falta o calma el malestar que siente pero evidentemente, eso no es verdad, porque lo que le falta tiene que faltar y porque aunque por un momento la sustancia le muestre cierto paraíso, más tarde lo arrebata.
Tras éste telón adictivo parece evidente la existencia de una problemática donde una escasa valoración de sí mismo y un ideal poco accesible de sí mismo que sólo puede ser alcanzado mediante muletas o ayudas artificiales, se combinan en una trampa mortífera. Aunque esto es sólo un ejemplo, sirve para ilustrar cómo en realidad, a lo que uno queda enganchado no es a la sustancia en sí, sino al efecto y las consecuencias que produce.
No es tanto la sustancia en sí como la función que cumple ilusoriamente para el sujeto: el malestar que calma efímeramente, la habilidad de la que le provee imaginariamente, el bienestar que crea, etc. Cada sujeto encuentra en la sustancia aquello que cree necesitar, pero a nada que lo encuentra, lo pierde. Una nueva dosis viene a renovar de nuevo la ilusión y a restablecer equilibrios precarios que sin embargo, se esfuman al poco. Un ciclo que se perpetúa, donde la ilusión y su desplome se suceden en rápidas sacudidas. Una búsqueda imposible a la que el sujeto se conjura perdiendo la vida en cada pasada.
Volvemos a la pregunta… ¿qué sustancia?… y sin embargo, no siempre hay sustancia. Cualquier objeto o conducta, incluso si ésta es saludable, puede terminar siendo adictiva si cumple una función tal que para el sujeto es necesaria y no puede adquirirla por otros medios. Aunque en las adicciones sin sustancia no hay objeto tangible en sí, las conductas o actos que vienen al mismo lugar y producen efectos similares. Es el caso de las ludopatías, la adicción al deporte, al sexo o las nuevas adicciones (internet, etc.). La existencia de adicciones sin sustancia nos lleva, una vez más, a plantear que en la base del atrapamiento adictivo la sustancia es un actor secundario.
Por lo tanto, los objetos sobre los que la sombra del sujeto recae son variados. La adicción puede tomar diferentes disfraces, y claro está que no todos los disfraces tienen las mismas consecuencias. No será lo mismo el efecto a largo plazo del consumo de heroína que los del juego patológico. Sin embargo, el mecanismo psíquico que sostiene la adicción es similar y se basa en una construcción inestable de los cimientos del sujeto y una tendencia a confiar su estabilidad en objetos que por un momento producen la ilusión de calmar su carencia.